En aquel momento, tras la noticia, estuve pensando que no era algo tan grave. Incluso llegué a decir con todo desdén que no me importaba, que vea usted, que por qué lloran, yo no voy a llorar por eso.
Siempre he deseado ser muy fuerte, y acaso sea esa mi mayor debilidad. Y qué va, me pudo más, en principio no el sentimiento de pérdida, sino ver a mi hermana, mayor que yo tres años, derramándose angustiada en las piernas de mamá. Era ver también a los demás con cara de pesadumbre, como si lo que había pasado en verdad era un hecho terrible, como si alguien hubiese cortado de tajo el hilo de la tranquilidad del que débilmente venían todos colgando por años.
Yo no había entendido, tal vez porque me rehusaba, tal vez un poco porque era una chiquita rebelde. A mis cinco años pensaba que podía ser implacable, que nada me podía hacer daño, ¿qué era el dolor? No lo conocía, pero sabía que era algo malo, algo que debería evitar siempre.
Además de la sopa clarucha con plátano maduro que preparaba, las puntiagudas uñas de sus pies pintadas siempre de rojo en estilo media luna y sus faldas de pepas, el recuerdo más vivo que conservo de mi abuela es de una tarde de sábado en la que ella me amarraba los cordones de los zapatos, igual a como lo hacía mi papá por las mañanas antes de ir al colegio: me acostaba sobre la cama o el mueble y, de pie frente a mí, apoyaba mis pies sobre su pecho.
«Abuela, ¿tú por qué tienes el cuello arrugadito?», le pregunté señalando con el dedo mientras veía cómo colgaba cerca de mi calzado una piel ajada que en nada se parecía a la mía. Ella sonrió bajando la cabeza y me respondió lentamente: «Es que ya yo estoy viejita».
Lo demás no lo retengo con claridad. A duras penas recuerdo un sepelio lleno de flores, y a mucha gente rodeando el hueco en la tierra, pero no recuerdo haber visto a más personas llorando o hablando sobre eso. Perdí los detalles.
No recuerdo siquiera haber salido por la puerta de la calle en la que nos dieron la noticia a mi hermana y a mí, junto a mi mamá embarazada de nueve meses con mi hermanita. No recuerdo la reacción de mi papá, a quien solo vi llorar veinte años después cuando pensé que la herida estaba curada, cuando decidí empezar a escribir esta historia.
Tras muchos silencios y verdades a medias, finalmente supe los detalles de lo que había sucedido esa mañana de agosto en casa de mis abuelos. Ella estaba muerta, y ya que para esa época yo me había hecho consciente de su ausencia y de su voluntad, sabía que con mi llanto no la habría consolado ni la regresaría a nosotros.
¡Pero, ah, los niños y sus asuntos de importancia universal! ¿Qué hay más devastador y absoluto que la tragedia en los primeros años? Ya sea desde la pérdida del juguete mimado, hasta el suicidio de la abuela adorada.
A veces he imaginado como si todo este tiempo Aida Montes hubiera estado muerta para mí sola, pues su abrupta privación es un hecho que se repite en mi cabeza para siempre. A pesar de eso, de algún modo difuso siempre será una pena compartida de la que nadie habla jamás, acaso por espanto, por vergüenza, acaso por una cuota individual de culpa en cada quien, por impotencia o solo porque aún duele sin que se sospeche.
Mas no es como si solo yo hubiera perdido algo. Mi desdicha inocente estuvo acompañada por el dolor silencioso de mi hermana mayor, un dolor de niños, de esos que ni se mencionan, sino que se sienten en secreto mientras nos hacemos los valientes y los ridículos. Mis primos hermanos han de tener su propia versión, pero nunca me la contarían, nunca lo hablaríamos, lo que nos legaría a todos nada más que un suspiro inacabable.
Han pasado veinticinco años desde entonces. Veinticinco años en los que nos hicimos mayores, y aunque mi piel todavía no luce arrugada como la de ella, cada vez que recuerdo la textura de su cuello siento un vacío momentáneo en el estómago, un desgane.
En lo personal, ya en ese punto no creo que mi abuela se haya sentado a pensar en sus niños-nietos cuando decidió quitarse la vida: ¿Quién tras un fallido intento por ser arrollado en una avenida guarda algo para otros? ¿Quién convence sobre cosas de amor a un vivo que anda por ahí ya muerto? A ella la encerraron en su cuarto para que no volviera a atentar contra sí tras evitar que un camión la hiriera, pero la vieja estaba resuelta y con la suerte echada pensó más rápido que los demás.
Hay quien atestiguó haberla visto acercarse a la tienda, previo al episodio en la avenida, comprando una cuchilla Minora y guárdarsela entre la ropa. Ya luego de Aida Montes solo alcanzaron a percibir la huella de sangre que se escapaba por debajo de la puerta del cuarto y entonces sospecharon la burla agazapada en aquella garganta hendida, señal de que nada hubiesen podido hacer porque, sí o sí, ya todo estaba perdido para ella.
Herida fatal del corazón y de la mente, la tristeza fue su última enfermedad. ¿Cómo culparla por no sobrevivir? ¿Cómo no decir que también ella perdió su lucha contra un mal que como el cáncer te devora las entrañas y te diseca por dentro? ¿Acaso no somos todos quienes cada día resistimos en esta batalla contra el desconsuelo?
Hoy le hago una venia a mi abuela Aida, porque después de tanto tiempo de duda, hoy comprendo que su historia me ha acompañado siempre para advertirme del peligro y ayudar a salvarme. Pero ya no hay más necesidad de hablar sobre eso, si es que algún día la hubo, y ya no duele la ausencia como cuando nuestros padres eran jóvenes y nunca estaban, allá cuando, pese a eso, la vida todavía prometía solo felicidades. Me pregunto, ¿hasta dónde llegarán estos silencios que quedan?