Siempre escribí cartas, desde pequeña. Fue una práctica que mi familia materna fomentó. Ellos vivían en San Sebastián, nosotros vivíamos en Cartagena y solo viajábamos en diciembre a pasar las fiestas. En el año, uno que otro pariente venía a la ciudad a hacer alguna diligencia de máximo una semana, y entonces ese pariente hacía de correo. Era todo un acontecimiento, en especial para los más pequeños de la casa, quienes nos entusiasmábamos toda una tarde planeando qué le íbamos a contar esta vez a los primos de lo que había pasado en el colegio o qué dibujo le agregaríamos a la hoja para que nuestro regalo fuera el mejor adornado.
Aquellas esquelas eran nuestros pequeños tesoros y ganaba quien hubiera guardado más a final de año. ¡Ah, la tremenda desilusión que era que el familiar hubiera tenido que viajar sin tiempo y nos hubiera privado de las cartas! Pero pronto la siguiente oportunidad llegaba, y las palabras y los nuevos dibujos salían más amelcochados y alegres que la vez perdida.
Los niños nos hicimos grandes y en el camino vimos cómo las telecomunicaciones nos robaron los muñecos de palito, los corazones flechados, los grandilocuentes saludos de carta pueril y las encomiendas de confite por las que brincábamos emocionados. Hoy tenemos Facebook, ya nadie salta.
En silencio a mí me quedó la maña. Todavía escribo, y escribo cartas.