Nací en Cartagena de Indias, una ciudad pequeñita y popular en el Caribe colombiano. Bonita de pi a pa, que digan lo que quieran. Es caliente. Hay dineros calientes también. Yo me fui porque tenía calor, aunque la extraño con frecuencia. Por eso siempre vuelvo, y en diciembre, que es más fresca. Pero en el barrio donde crecí, donde está mi casa, los pela’os se están matando otra vez. Hacía rato que eso no se veía así como ahora, o quizás yo he dejado de prestar atención durante algún tiempo. De todas formas hablo por mi barrio, pero asumo que en algunos otros también porque leo noticias, pero más porque me han contado. Aquí todo se sabe y hasta con nombre propio. Es tan chiquita Cartagena.
Algo se está haciendo muy mal desde que, en palabras de mi amigo Jacobo, que vive en La Pajarera y trabaja honesto en su moto todos los santos días, al Flaco lo mató un vale de ellos «por pura intolerancia». Me lo comentó con toda naturalidad, como cuando uno echa el cuento de la última borrachera o de la más reciente pelea con la novia, todo sin escándalo ni lamentos dramáticos porque, pese a que el Flaco era tan amigo de él como lo era quien lo desapareció, la pérdida de vidas jóvenes es algo apenas previsible en ciertas esferas de la ciudad. Lo que más me impresionó fue que me compartió las razones más exiguas de la vida para argumentar el hecho según la lógica del asesino, quien es otro tipo joven. Algo relacionado con coger bando aunque no se quiera, que era el caso del Flaco. Básicamente tienes que tener un bando, no puedes andar solo o ser laico, te tienes que defender y tienes que «defender el pedazo», todo lo que amas. ¿De qué?, de la deshonra. Armados en la trinchera del absurdo, aquí se matan por el honor de ser sus propios héroes, aunque eso los convierta en víctimas.
Jacobo me contó que había estado ahí el día que el man llegó adonde estaban ellos, agitado y confesando, bastante nervioso y suponiendo la muerte del otro, pues aún no estaba seguro de que lo hubiera acabado. Eso pasó hace como unos dos años, quizás tres. Yo me acuerdo, ese pela’o, el muerto, era talentoso. Hacía música. Para las fiestas de noviembre, se disfrazaba de mujer y salía a la calle con tacones altos y peluca a pedir plata por su pinta, y todos éramos muy felices viendo su esbeltez y su alegría. No es que no haya muerto malo, es que el Flaco era un muchacho bien simpático en verdad. Vivía a tres cuadras de mi casa, lo vi siempre. Da pena porque era apenas un jovencito.
Una muchacha estaba embarazada de él. Ya estaba a punto, e iban caminando juntos por una de las lomas que llevan pa’ la Piedra de Bolívar, y vino el loco este a plena luz del día y lo atacó con cuchillo a muerte, frente a ella toda pipona, y ahí lo dejó y se fue. Supongo que todo fue muy rápido, aunque escuché a testigos decir que a ella le advirtió que si se metía también le daría de a cuchilladas en la barriga. Por ahí anda el tipo todavía, todos saben quién fue pero nadie va a decir nada. Así funciona en la calle. El único hijo del Flaco nació esa noche, en Cartagena de Indias, una ciudad pequeñita y popular en el Caribe colombiano.
Olivia B.