El Fantasma


Ese balcón siempre olía a marihuana. Diana pasaba afanada escondiéndoselo a Pacho, pero yo creo que él se hacía el pendejo. ¿Acaso no le veía los ojos rojos todas las noches? ¿No le probaba la boca? Daba la impresión de que esa relación era una farsa, un convenio más que una unión, pero no era mi problema, por eso nunca metí mi cucharada mientras estuve viviendo en esa casa. Si yo le hubiera contado a Diana que su marinovio andaba pretendiéndome con la firme intención de meterse en mi cama, o de meterme en la suya, o asaltarme en el baño… esa mujer me hubiera echado de su casa por la puerta de atrás y probablemente él hubiera quedado como la víctima de una sucia aparecida que intentó seducirlo.

Yo estaba allí porque me tocaba y no precisamente porque quería, claro que tampoco era ningún infierno. En esos días no tenía a dónde ir, ni qué comer, ni nada, y Diana, muy considerada, me ofreció su casa mientras se solucionaba mi situación. Al cabo de un mes, mi hermana me dijo que saliera de ahí lo antes posible porque ya era demasiado abuso, y además porque podía tener problemas por Pacho.

Había un señor que visitaba a Diana regularmente. Una noche hasta nos tomamos unos tragos con él ahí en la casa, incluido Pacho. En esa ocasión, El Fantasma —como le decían al susodicho— quebró el vidrio de la mesa de la sala por andar buscando unas llaves que se habían perdido, ya estaba medio tomado. No sé hasta el sol de hoy si la habrá pagado, dijo que lo haría. Total que yo tenía mucha curiosidad de saber por qué le decían así.

Eran como las siete de la noche cuando un taxi se estacionó frente al apartamento y se bajó de él un tipo moreno, barrigudo y con una calva extendida. Podía tener algo más de treinta y seis años, menos de cuarenta, mal llevados. Portaba esta expresión en la cara de estar muy seguro de sí mismo, con una sonricita fastidiosa pintada, de esas muecas socarronas, donjuanescas, que después de un rato ya patean. El tipo llegó con mucha confianza, era evidente que era amigo de Diana hacía tiempo, o que era un completo resbaloso. Tal vez un poco de las dos. Todos los días, a esa hora, Pacho estaba en la universidad, así que solo estábamos Diana y yo en la casa, y El Fantasma.

Al principio ellos se sentaron en la sala, hablaron un rato, se jugaron bromas y echaron cuentos sobre algún pobre man oriental. Me lo presentó, pero no recuerdo su nombre, solo su llamativo apodo. El balcón que olía a marihuana quedaba dentro del primer cuarto, donde yo dormía, y daba hacia la calle. Ella lo invitó a pasar hasta allí y prendió un porrito. Siguieron hablando por un rato más, yo estaba ahí también porque me había fumado un cigarrillo, pero solo estaba escuchando y compartiendo un poco de sus risas.

De pronto, El Fantasma me pidió el favor que los dejara solos por un momento. Me levanté inmediatamente, pero Diana le dijo que podía quedarme, que no había problema conmigo. Él asintió. Yo me quedé como perpleja, algo confundida, pero me senté. Diana, que nunca fuma cigarrillos, prendió uno y empezó a fumarlo. ¡Ya sabía yo que había algo extraño en ese tipo! Ahora dizque sabía cositas. Bueno, me quedé ahí escuchando las cosas que le decía, hasta que se acabó el cigarrillo.

Diana quedó satisfecha con lo que le dijo el hombre. Para esa época tenía un viaje planeado para Santa Marta y había mandado a buscarlo para que le augurara buenas cosas, o simplemente cosas, quién sabe.

Por supuesto, luego mi turno. Diana nos dejó solos en el balcón. El Fantasma me preguntó que a nombre de quién quería que leyera mi cigarrillo, y le dije, sin pensarlo dos veces, el nombre de mi amor. Presentía que no iba a decir absolutamente nada bueno, que mi corazón iba a terminar de destrozarse y que esta vez iban a quedar partículas imperceptibles de los restos que habían quedado de las tantas veces que había, mi amor, deshecho las entrañas de mi adolescente alma. Ah, pero yo era persistente, tenía la esperanza de que él todavía me quisiera, o saber si alguna vez lo había hecho. Primera bocanada, segunda bocanada, tercera y media.

—¡Uy, qué cigarrillo tan feo!

—¿¿Qué pasó??—, pregunté en un momento de horror para luego, de inmediato, suspirar profundo con el sosiego de quien acepta la muerte. Ya lo sabía.

—Niña, qué cosas tan malucas aparecen aquí. ¿Quieres que siga?

Cavilé entre el tumulto de mis estertores internos y dije que sí.

—Lo quieres mucho, ¿verdad?—, entredijo mirando la punta del cigarrillo.

—Sí, con todo lo que tengo y lo que no —¿lo pensé o lo dije?—. No hay nadie que haya amado tanto, más que a mí misma, y eso es comprobable— contesté tristemente con la lágrima al umbral.

—Te advierto que si sigo te va a doler, y de pronto habrás querido que no te hubiera dicho nada.

No había notado un poco de humanidad en ese fulano hasta ese momento, cuando me miró a los ojos y compartió mi pena.

—No, dele. Yo necesito quitarme esta venda de una vez por todas. Necesito recibir un último golpe para poder quitarme este karma, para poder odiarlo o simplemente olvidarme de eso.

El Fantasma reiteró en cosas que yo ya sabía, pero que me rehusaba a aceptar. Cosas como que, mi amor, él me veía solo como un juguete entretenido, que me buscaba cada vez que quería distraerse o cada vez que su novia, por motivos mensuales, no gustaba de acostarse con él; que él tenía la plena seguridad de que yo sí aceptaría, porque sabía que estaba enamorada de él. Al verme hecha un mar de lágrimas, el tipo me propuso que me vengara de quien me tenía la vida tan maltrecha y desquiciada. Me dijo cómo lo haríamos y qué resultados vería. Pronto observaría a ese ser despreciable, mi amor, a mis pies, rogándome cariño. Pero cómo son las cosas, aún sabiendo lo que supe, o ya sabía, nunca incurriría en hacerle daño, a él ni a nadie.

Esa noche, hasta altas horas, en el balcón donde siempre olía a marihuana, Diana consoló un poco mi llanto. Nos fumamos, ella otro porrito y yo algunos cigarrillos. Pocos días después, me fui de ahí para no volver.

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