Cuando lo conocí, el claustro Nuestra Señora de La Merced ya parecía un mausoleo silencioso. Ataviada de blancos diversos, flores y una brisa marina cálida, la edificación aguarda vestida de bodas a su amante quien finalmente la desposará y la llevará de fiesta. Casi cuatrocientos años de espera justificados por el arribo de las mariposas.
Será Cartagena antes y Cartagena después de las cenizas de Gabo. No porque nuestros demás muertos no merezcan pena ni gloria, sino porque la conversión de esta quinta excatólica en la tumba del nobel de literatura colombiano supone una renovación cultural y turística para la ciudad. La familia de Gabriel García Márquez ha tomado una tremenda decisión que acarrea, no solo una dignidad inmensa para este pueblito de desconciertos y paradojas, sino que también nos vuelve a poner bajo la lupa del mundo, es decir, nos metieron en un lío prodigioso.
Ya Cartagena es reconocida en el mundo gracias a su atractivo especializado en foráneos, su estratégica posición industrial, esos escandalosos niveles de desigualdad, etcétera; sin embargo, con la llegada a reposo de los restos del creador de Macondo, será necesario readaptarse a la idea de estar en vitrina, pero esta vez a «nivel Nobel».
La primera razón por la que escribo esto es la admiración que siento hacia ese señor a quien no me hizo falta conocer en vida (con haberme relacionado de cerca con parte de su familia me doy por bien servida), pues lo que llevo leído de su obra y conocido de sus posturas intelectuales ha colaborado en encararme —como sé que a muchos les pasa— con mi propia identidad cultural y, al mismo tiempo, me ha ayudado a entender que el rincón del universo donde mis átomos se reunieron, pese a sus infinitas contradicciones, es el lugar más real y maravilloso de todos.
Una segunda razón es cierta curiosidad, así que «aprovecho la oportunidad» —como reiteraba ese otro gran artista que fue Diomedes Díaz, de quien es siempre ameno acordarme— para cuestionar públicamente: ¿Dónde está el pronunciamiento oficial de la Universidad de Cartagena y cuál es el recibimiento que espero se esté fraguando a puerta cerrada para su más insigne estudiante? Cuál es el misterio o el recelo, ¿por qué este silencio institucional? No tengo ánimo insurrecto, pero en mi calidad de udeceísta y consciente de la enorme relevancia de la novedad, pienso que lo más apropiado, no solo ante la comunidad sino ante la mismísima familia de García Márquez, es que se dijera una palabra, una frase honorífica, de aplauso, de respeto, de gratitud. Pero no, aquí solo se ha hablado sobre el monto de la inversión que se hará para adecuar La Merced. ¿Será que hasta el alma nos llega, no ya la blasfemia, mas sí la indiferencia?
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Confieso que en el pasado fui una malandrilla de poca monta que, con aerosol, le desgració por unas horas la pared de su casa en la calle de La Serrezuela, pero me complace que Gabo retorne a Cartagena. Nadie aspiraría a que ‘vuelva a nacer’ como cuando entrara por primera vez a la muralla heroica, pero que entre de nuevo y se quede definitivamente en el Corralito, en esa tierra salsosa y de eterno verano que nos ha proporcionado tantos desgarros y suspiros de nostalgia a los que estamos lejos.
Este es, pues, un intento más de reivindicarme a través de la misma escritura por esa frase que redacté en pleno muro de la propiedad ajena. No se me olvida aquella noche colmada de amistades cómplices y de ánimos caldeados. En 2011, la educación pública una vez más estaba en la mira nacional y había que proceder, como fuera, para llamar la atención. Nosotros escogimos la manera más tonta e ingrata. En uno de los muros de la enorme casa estival García-Barcha, junto con algunos compañeros universitarios, mal escribí con tinta negra: SI NO HABRÁ PATRIA PARA TODOS, ENTONCES SENCILLAMENTE NO HABRÁ PATRIA. No fue para nada un ataque personal contra el escritor, antes hoy reconozco que fue un actuar sin mesura y alienado, además de que me equivoqué en una palabra y taché y volví a rayar y, en la demora, de pronto nos vimos rodeados de patrullas de la Policía que nos llevarían a culminar la velada en el CAI de Bocagrande. ¡El escándalo que se armó por ser la casa de Gabo! Casi sobra decir que eso fue todo lo que duró mi adolescente vida criminal.
Después de eso, en ocasiones, me he preguntado si algún día don Gabriel y la señora Mercedes se habrán enterado del percance, acaso dos años más tarde de lo sucedido en aquellas últimas vacaciones que el matrimonio se pasó en la ciudad. En los dos meses de 2013 que vivieron en Cartagena puede que alguien les haya referido el cuento, aunque puede que por respeto nadie los haya molestado con esas minucias. Quién sabe.
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Alcanzo a imaginarme desde ya la nueva condición del solitario claustro La Merced: se terminaron las tardes de silencio, porque cual vestido mágico de la cenicienta, su atavío casi fúnebre lucido durante décadas, paradójicamente se transformará con la llegada del muerto. Pero aquel lugar no será ya un suntuoso sepulcro, sino un sitio de efeméride y celebración; una celebración permanente de lo que nos queda, de la revelación de las artes, de la eternidad de las palabras, del insondable terruño Caribe, de lo que somos acaso tantas veces sin saberlo.
Por ahora concluiré diciendo que a pesar y gracias a las historias, hombre, ¡sea bienvenido el nobel! Ya bien en forma de libros, de premios, de FNPI, de parques de recuerdos, de tertulias con taxistas, de parrandas privadas, de guayaberas blancas, de dedos impúdicos, de gafas de marco grueso, de Hay Festival, de guiones de cine, de periódicos universitarios, de groserías memorables, de un poco de México aquí, de mucho amarillo, de astrología, de cameos, de Rodrigo y de Gonzalo, de un vallenato de trescientas páginas… de cenizas.
¡Enhorabuena el regreso de Gabriel García a casa!
(Bogotá D. C., 21 de agosto de 2015)