Charlot, una sonrisa taciturna

La tragicomedia de la historia reciente de la humanidad

¿Entonces, amigo mío, siguiendo el ejemplo de los fenicios,
regulabas tu camino de acuerdo con los astros?
No —dijo Menipo—, viajé en los astros mismos.

Jean Baudrillard


Si fuera necesario ponerle rostro y cuerpo al siglo que nos antecede, un siglo en el que se dieron cita no solo los males propios de épocas anteriores, sino también todos aquellos sentimientos benignos que a lo largo de la historia han evitado el derrumbamiento del hombre; y si además de eso fuera necesario colocar a dicha anatomía un traje, y designar para él un andar característico acorde con su doble condición de tragedia y comicidad, con sorpresa descubriríamos que el siglo XX ya ha sido perfectamente caracterizado y que ese personaje responde al nombre de Charlot.

El hombre que le dio vida al inolvidable sujeto de bombín, bigote recortado, pantalones y zapatos extragrandes y siempre víctima, rival y héroe de la vida, fue todo un caballero: Sir Charles Spencer Chaplin. En 1975, luego de años de altibajos, triunfos, alegrías, señalamientos, escándalos, exilio y retornos a la patria, la Reina Isabel II de Inglaterra le otorgó el honorable título en reconocimiento a sus destacados méritos. Charles Chaplin (1889-1977) fue un actor, director, escritor, productor, compositor e intérprete británico, ganador del premio Óscar por sus películas El circo (The circus, 1928) y Tiempos modernos (Modern times, 1936), las más aludidas producciones de este artista cómico, además de un Óscar Honorífico por su trayectoria cinematográfica, en 1972. Chaplin es el ícono por excelencia del cine mudo y sus aportes son de inestimable cualidad, no solo al séptimo arte sino también a la historia del mundo.

Proveniente de un barrio humilde del Londres de finales del siglo XIX, Chaplin logra salir de la extrema pobreza en la que nace siendo hijo de una actriz de teatro que padece esquizofrenia, y de un cantante de jazz que, siendo alcohólico, muere dejando a Charlie de doce años. Aunque su carrera artística fue indirectamente impulsada por su progenitora a la edad de cinco, Charles y su hermano Sidney tuvieron que pasar largas temporadas en orfanatos dada la enfermedad de una madre ajena a sí misma y a la ausencia definitiva de un padre. Si bien es cierto que Charles Chaplin, en cuanto tuvo la oportunidad de alzar la voz lo hizo —colocando subtítulos en sus películas mudas—, Charlot por su parte, el personaje de errante aventurero y cándido pillo, no pareció nunca ser consciente de su rol crítico. Muchas veces la ingenuidad de este vagabundo alcanza un punto tal que se muestra torpe en su trato con el mundo y se ven afectadas sus buenas intenciones, y estas últimas constituyen un elemento fundamental, o por lo menos infaltable, en las historias de este creador, en la que los personajes y los dramas, por sencillos que parezcan, subliminalmente invitan a la audiencia a una reflexión desde una especie de actitud alienada, una sátira indirecta.

La segunda década del siglo XX es una época de cambios y estremecimientos, esto gracias a importantes eventos tecnológicos como la introducción de la cadena de montaje por parte de Henry Ford, lo que modificaría radicalmente los procesos de producción industrial; lo mismo que a la serie de coaliciones sociopolíticas que antecedieron la Primera Guerra Mundial y que desde los años 1900 ya sacudían la «estabilidad» del mundo, para finalmente dar como resultado la muerte violenta de más de diez millones de seres humanos. Es en este contexto de acelerado proceso de mutación y autosegregación en el que toma fuerza el nombre de Charlot, quien logra crear una identidad colectiva que es asumida especialmente por unas clases sociales emergentes que, identificadas con él y a pesar de las muchas dificultades, insisten en la realización de un sueño, en la conquista de una vida mejor.

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Es probable que para muchos estas sean solo películas cómicas que muestran las torpezas y ocurrencias de un desventurado, sin embargo, las producciones cinematográficas de Chaplin alcanzan un sentido mucho más complejo. Ya desde sus primeras películas, producidas entre 1914 y 1921, Chaplin exhibió la condición tragicómica del hombre contemporáneo. En las mismas, aunque levemente, el elemento crítico, social y existencial empieza a ser evidente. Producciones como Charlot periodista (Making a living, 1914), Carreteras sofocantes (Kid auto races at Venice, 1914), Charlot panadero (Dough and Dynamite, 1914) y otra serie de cortometrajes en las que el personaje asume roles característicos de la época, dan cuenta de esa aparente sencillez argumental. Con el paso del tiempo y la influencia del cambio de país (en 1910 viaja a Estados Unidos siendo parte de la compañía de mimos Fred Karno) y compañías productoras (en 1913 es contratado por la Keystone Studios, luego en 1915 se traslada a la Essanay Studios; más tarde, en 1916, acepta la oferta de la Mutual Film Corporation, entre otras), el elemento crítico se enfatiza en películas como El vagabundo/Charlot, músico ambulante (The Vagabond, 1916) o El inmigrante (The Immigrant, 1917), donde cuestiona a profundidad la realidad de una Norteamérica excluyente. En estas películas Chaplin acaso intenta mostrar con Charlot, no pensemos la otra cara de la realidad visible, sino una especie de retrato desde las vivencias cotidianas de un individuo promedio. En estos retratos, verbigracia el enmarcado en Tiempos modernos —el ejemplo más representativo para este caso—, Chaplin muestra las crueles condiciones de trabajo que trajo consigo la Gran Depresión y la revolución que significó para las dinámicas industriales la llegada de la producción en cadena; todo esto, enfocado en los trastornos que sufrió un ciudadano común, aspectos que muchos habrán soslayado deliberadamente: las implicaciones a nivel microeconómico, familiar y psicológico que la industrialización le encimó al individuo corriente. Con esto no pretendo decir que las películas del cómico británico se fundamentan en estudios o tratados antropológicos y perfiles psicológicos del hombre de la época, no obstante, sí en la mayoría de las películas en las que Charlot es protagonista, la denuncia sobrepasa lo estrictamente social, incursionando en matices existenciales y hasta poéticos, muy desde la inigualable óptica artística de un sujeto que parece haber vivido intentando siempre ponerse en los zapatos del otro, cosa que curiosamente parece haber logrado, siendo que sus propios zapatos no fueron fabricados en principio para él o siquiera pensando en sus pequeñas formas.

Ahora, por otro lado, ¿podríamos hablar realmente de un único protagonista en una película de Charles Chaplin? Luego de saber que un solo artista convoca tantos factores entreverados tan perfectamente entre sí, es difícil decidir si el verdadero protagonista es el actor principal, la vital presencia de la joven o del can amigo, quizá el encantador e incansable piano de fondo o, inclusive, el largo e ilimitado camino por el que finalmente Charlot decide transitar tras su aventura, senda que deja entrevista una veta de certidumbre y promesa.

El siglo XX, al igual que el Charlot de las calles de Londres, se abre paso a tropezones en la historia, dando con cada guerra un inmenso traspié. De la misma forma, Charlot está de continuo en el centro de algún conflicto, ya sea porque él lo provocara o porque sin proponérselo se halla de súbito inmerso en él, lo que es más usual. Como paradoja, estos eventos que sin duda pueden considerarse desafortunados, son vertebrados por una serie de descubrimientos, avances y progresos que componen, entonces, el aspecto positivo de la historia, la de Charlot y la de la propia humanidad indistintamente. Tal como la de este personaje, un vagabundo que a pesar de las desavenencias y los finales tristes nunca se detiene, siempre en búsqueda de una dicha que quizá desconoce, la vasta historia de la humanidad ha sido una firme representación de esa copiosa tragicomedia. Desde los conceptos filosóficos tradicionales, en Charlot el elemento trágico aparece como la imposibilidad de eludir el destino, una situación por completo ajena a la voluntad del personaje que se ve obligado a enfrentar circunstancias que desembocan siempre en un fatal desenlace; de otro lado, el elemento cómico se revelará en la lucha inútil que emprende el héroe (generalmente torpe) contra lo que desde afuera le ha sido impuesto, y en la forma accidental en que se resuelve el conflicto, dando paso a un final feliz. Siendo de esta manera, siempre con ese extraño equilibrio entre alegrías y penas, cito el ejemplo de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), en la que Charlot se deroga el papel de defensor de una mujer de cabaret con la que alegremente ha bailado un instante atrás y por la que emprende una pelea con un contendor más fuerte que él: la disputa se resuelve a sus espaldas en el momento en el que, enceguecido por su propio sombrero, un reloj de pared cae sobre la cabeza del rival dejándolo vencido y al vagabundo victorioso.

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Si en verdad equiparáramos a Charlot con nuestra propia historia, de pronto con algo de resentimiento nos veríamos obligados a aceptar que, pese a la similitud, existe una profunda diferencia entre él y nosotros. Más allá de su precaria situación y esos múltiples conflictos con el mundo —que pretende resolver con pilatunas—, Charlot es un hombre alegre y agradecido, un errante que buscando sobrevivir deambula por las calles de una ciudad que a menudo se vuelve inhóspita. Pero también es un ser sencillo y bondadoso que nos da una lección de vida con cada tropiezo, con cada zancadilla hecha al hambre, y con la candidez disfrazada de picardía que refleja en su andar y en ese rostro blanquecino que con sus gestos concilia, por un lado, el horror de vivir la barbarie de un tiempo en el que se echó por tierra las aspiraciones de racionalidad de los siglos anteriores, y por el otro, la certeza de sobreponerse al mismo. En esos ojos, oscurecidos acaso por la soledad y el desconsuelo propios de nuestros días humanos, aguarda la fe en la hora que traerá la inestimable fortuna del desayuno —el rápido mordisco a un pan ajeno— o el boyante tesoro de la camaradería o de un idilio encantador. Aquí se encuentra la imagen personificada de nuestra historia: en el peligroso paso lerdo de un ingenuo, en el deseo platónico de un trashumante, en la sonrisa sostenida en medio de la maleza de conflictos, en las caídas y en las puestas de pie. Charlot, la sonrisa taciturna que guardamos, esa secreta, ultrajada pero prevalente esperanza en nosotros mismos.

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