Agregue aquí su título… ¡cuando lo obtenga!


Se acercaba el final del encuentro en casa y el marcador ponía un 3-3 repelente y angustioso. Era la segunda fecha de cuadrangulares, y la posición era la última en el Grupo A. Hacia el minuto noventa, Juan Pino, volante del Real Cartagena F. C., acababa de pichonear un pase de penal que el arquero contrario ¡ni dormido! hubiera dejado convertir. El público general y las barras, sonoramente afincados en todos los extremos del estadio, no soportaban lo que habían visto. Sin tiempo para el estupor, imperaron los silbidos y la rechifla. «¡Jueputa! ¡Pecho frío!», reverberaba en la tribuna la protesta furiosa de miles de voces al tiempo.

Ante una común frustración y pesadumbre, la gente siempre encuentra un chivo expiatorio sin justificaciones demasiado exigentes. Aquella tarde en el Jaime Morón, las gradas eran un solo canto de rabia y congoja que se derramaba viscosamente sobre los integrantes de un equipo que, ¡por décima vez consecutiva!, dilapidaba el posible ascenso a la Primera A y, con ello, la reencauchada ilusión colectiva. Pero en especial sobre el mentado Pino, el popular Mago, a quien le cayó ese pesado guante y, como si a Mario le hubiera saltado un hongo encima, el centrocampista de La Esperanza por poco resulta aplastado.

Lo cierto es que flaco honor le hizo al nombre de su barrio en esta ocasión, porque de nada le sirve ser tres veces el Mejor Jugador del Mes en Mónaco —fulgurante pero lejano pasado—, si en su tierra hoy es conocido por lo licencioso y arrogante más que por los amores que le hace a la portería contraria. Aun así, y para tratar de acercarnos a la justicia, no se le puede responsabilizar por el desplome, casi total, de un conjunto que, signado por alineaciones mediopalo y pillerías administrativas, en 2012 volvió a ser un «equipo de segunda» por cuarta vez en su historia. Sí, mejor y tristemente dicho, un equipo de cuarta, de quinta y de sexta, que me perdone Dios, ¡pero que los perdone más a ellos!

En este punto aclaro que, aunque disfruto el deporte y a veces lo rastreo, no he sido fanática de un equipo de fútbol específico, no obstante, por primera vez este año me interesé genuinamente en el desempeño del equipo local. Buscando siempre las historias previas a las historias, ir al estadio o sintonizar un partido no me engancha por el solo hecho de ver correr el balón; se trata, también, de reconocer el tejido que se hilvana detrás del juego: el social-popular de la ciudad misma.

Dicho eso, no veo que el problema del Real Cartagena sea la displicencia de Pino, o que aquel penal contra Leones no lo haya pateado Juan José «el Pitillo» Salcedo, consabido goleador histórico. No quisiera caer en verdades de Perogrullo, me tildarán de ingenua los que más saben pero, aquí el problema viene de quienes manejan el club desde la frialdad de las oficinas acondicionadas, apartados por completo del fragor y la lógica del campo —un área que supera de lejos los límites del complejo deportivo—. Ahora, hablamos de una empresa privada a fin de cuentas, de modo que nada de esto sería una incomodidad si tan solo la operación del equipo no conllevara una repercusión directa sobre la cultura en la ciudad. Tan solo eso. ¿Que es exagerado decirlo?

Vea, Cartagena, en amplio, tiene un serio problema de representación, así como de autopercepción ciudadana. No nos queremos sanamente. En torno al ámbito deportivo, y aunque no aplica para todos los casos, es descorazonador ver a niños y a adultos —mayores y jóvenes— despotricar hasta tender el moco porque «¿Pa’qué tenemos estadio?», «¿Para qué gasto mi tiempo y mi plata en venir a ver a esta cuadrilla de mediocres, tomando malas y peores decisiones?», «¿Para qué defiendo algo de aquí?», «¿Para qué te traaajeeee?».

Nada de esto es risible. Como se sabe, en muchos sectores sociales el fútbol es bastante más que cancha y, allende la clasificación al campeonato de turno, es la vida real lo que se juega. La premisa está clara, la hemos visto en demasiados ojos: tener un equipo de segunda es igual a sentirse y actuar como una ciudad de segunda, es correr el riesgo de terminar creyendo que no se es tan bueno, que mejorar ni es que vale la pena ni qué nada, «¿es que pa’qué?», y así vivimos empatando todo.

Lo inquietante es que lo que ocurre en el estadio se va para la casa con las familias, y quizá se queda, sobre todo, con los pela’os que gastaron hasta su última fuerza, material y emocional, por animar a un onceno que, en supuesta representación, suele ofrecerles exabruptos y decepciones. Lo impresionante es que, así como ante el fútbol, la ciudad más popular resiste y aguanta, y exige con vehemencia el ascenso. Cartagena se merece marcadores más contundentes y, sin demora, héroes menos trágicos.

«¡¡Mucha hinchada pa’ poco equipo!!», gritaba el estadio.


Cartagena de Indias, 23 de noviembre de 2021

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