Han pasado ya muchos días desde que mi gato desapareció de la casa, hecho que coincidió con mi cambio de ciudad. No puedo con el desconcierto, debo confesarlo. Quizá soy una cobarde, una sobreprotectora, pero lo cierto es que nunca se había ido por más de medio día y siempre regresaba a la hora de la comida, puntualmente, a exigir las viandas con su seriedad irreductible. He llegado, humana, aliméntame que para eso estoy aquí. Luego ráscame detrás de las orejas. Y no intentes cargarme, no seas fastidiosa. Pero, espera, quiéreme.
Estoy enamorada de mis criaturas ―Ptolomeo I y Lucianno Kareninno―, a quienes considero mías por convicción, aunque por naturaleza ellas sean de sí mismas y tengan derecho de escapar de mi tutela y, si es caso, no volver nunca. También los animales tienen voluntad y conciencia, cada ser humano sobre la Tierra debería entender esto.
He pensado en que ha sido culpa mía la pérdida de Lucio. Por absurdo que pueda resultar, tengo la sensación de que decidió marcharse en protesta por mi partida, negándose a vivir en un sitio de donde me he ido, repudiando simbólicamente mi abandono; ese tipo de manifestaciones contestatarias pero vacuas que no tienen nada que ver con el motivo que las convoca (como aquella mujer que se llena la espalda de agujas en rechazo al maltrato animal). A todas estas es evidente que estoy convencida de que también ellos me quieren, que mi cariño es enteramente correspondido y desprovisto de vanidades, aunque mi hipótesis sea de por sí pretenciosa.
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Siempre he tenido claro que el carácter de mi felino ausente es una mierda. Hablo de un tipo tozudo, antipático a veces, indiferente y algo lúbrico (está en plena adolescencia, ¿qué puedo decir?). No así el gato Ptolomeo, que es un tipazo, una calidad, un man atento y considerado en todo momento. Poquito le falta para ayudar en los quehaceres de la casa, si no fuera por esa herida que tiene en la rodilla, que por mucha medicina y cuidados que le pongamos él siempre revive durante esas andanzas nocturnas. Pero no hay defecto en ninguno de ellos, porque los dos hacen un espléndido equipo a la hora de hacerme feliz.
Para eso están (y lo digo con todo mi descaro), para hacerme liberar endorfinas con esos movimientos estrafalarios que hacen cuando se desperezan o con el uso de esos lugares inauditos de la casa para sus largas siestas o simplemente para echarse a ver pasar la vida en calma. Me dan felicidad con nada más mirarme y bostezar impúdicamente, haciendo gala de toda su lindura y de su flojera gatuna. A Aida también la enternecen. Es inevitable.
Yo me vine a Bogotá en búsqueda de mi primer millón, del día de mi suerte, de mi caldero con monedas de oro al término del arcoíris. Un viaje que, aunque necesario, pospuse en varias ocasiones justamente debido a los chicos. Tuve miedo de dejarlos solos ―por la imposibilidad inicial de traerlos conmigo― y hasta consideré darlos en adopción en algún descabellado instante de desesperanza. Al final me pudo la confianza depositada en mi hermana menor quien se comprometió a cuidarlos mientras yo no estuviera para ayudarla con los menesteres, tangibles y afectivos, propios de la grata tenencia de un par de ‘juergueros’ incorregibles.
Preciso ahí está mi torturante expectativa: Que mañana pueda decir contentísima que no estaba muerto, que solo andaba de parranda y que ha regresado, muy tieso y muy majo, a contar sus historias de amores porteños y de disputas aguerridas pero fantásticas. Vendrá siendo un gato de mundo, un sujeto que no se deja echar cuento ahora sí. ¿Logras ver esta nueva cicatriz de este lado? En esa casi me cargo al peludo ese, pero me apiadé en últimas, solamente porque soy buena gente; ¿Por dónde iba? Ah, sí, venía por comida, ¿dónde me la pusiste?
Mira, te traje un bicho muerto, para que sepas que pensé en ti en mis vacaciones.