Solo sobrevivió el pollito verde. Eran los noventa. Mis papás nos habían comprado un puñado de avecitas de colores en la feria, lo que para mi hermana y para mí fue un acontecimiento por lo menos fascinante. Como un juguete en diciembre, los pollitos vinieron en una caja plana de cartón con orificios laterales. Uno era azul, otro amarillo, fucsia, verde, otro quizás rojo. Atontadas por su encanto, en principio nos fue un juego divertido imaginar de dónde les venían los tonos a aquellos pollitos tan especiales. El romance duró poco: mi papá dijo sin reparos que los señores de la feria los teñían con algún tipo de pintura en aerosol, o que no sabía, que eso se imaginaba él, ahí todo encogido de hombros y desinteresado. Recuerdo que me pareció que eso «era feo» para las criaturitas, pero mi raciocinio pueril pronto desechó esa mirada para ir a jugar con ellas. Al fin y al cabo, nadie estaba escandalizado.
A falta de unas adecuadas condiciones corraleras en nuestra casa citadina, los pollos se fueron muriendo hasta que solo quedó uno. Este llegó a convertirse en una apuesta gallinita de plumaje cada vez más blanco que, debido a su crecimiento, terminó mudada al extenso patio de la casa de mi abuelo paterno, donde había una vegetación decente y un suelo rico para picar. Los niños se adaptan fácil, dicen. Olvidan pronto. Pero, bueno, por alguna razón incómoda, siempre se acuerdan. Así que, pasado un tiempo, le pregunté a mamá por el pollito verde, qué había pasado con él que ya no lo veía. En el acto, como si hubiera esperado agazapada durante semanas el resultado de un experimento maryshellesco, estalló en una carcajada intestinal y me preguntó cual si hubiera pasado aquel mismo día: «¿No estaba sabroso el sancocho que te comiste?».
Mi primera reacción fue de profundo rechazo y de inmediato lloré enlutada por la suerte de la gallinita. En principio no entendía cómo pudieron hacerle eso, porque llegué a ver al pollito verde como a un perro o a un loro, animales que eran de compañía, así lo había entendido hasta entonces. Me sentí sucia al imaginar que yo también me lo había comido, y eso me remordió todavía más. Pero lo dicho, los niños se adaptan pronto, y así fue como, tras el paso de mucha agua debajo de ese puente, ahora comprendo (no con menos consternación) la lección que recibimos con el regalo de los pollitos: no nos estaban dando unas mascotas, por el contrario, la idea era enseñarnos que ciertos animales, además de lindos y tiernos, también eran «nutritivos» y había que comérselos.
No es que mamá fuera un monstruo desalmado per se, es que estaba sucediéndose la reproducción de la cultura, una fuerza mayor que superaba sus márgenes. Valga decir que para ella, que creció rodeada de animales de granja junto al río Magdalena, fue lo más cotidiano ver torcerles el cuello a los pollos, darles garrotazos en la cabeza a los cerdos, pelarlos mientras guindan de la rama de un árbol —entre esos espantosos e imborrables chillidos—, o clavarles un punzón entre los ojos a las vacas.
Salvo el último de esos ejemplos, también mi hermana y yo, todavía pequeñas, tuvimos que presenciar la normalidad del horror en aquellas escenas durante las vacaciones que pasábamos en el pueblo, muchas veces para la aturdidora época de las corralejas. Como mi abuelo materno era matarife —para colmo—, una vez fuimos al matadero, una pequeña edificación tipo bohío que quedaba retirada de la vía principal del pueblo, apartado como todo macelo. Allá nos contaron sobre los métodos para matar a las vacas, y fue cuando supe que, sin ninguna anestesia o preparación, los bovinos allí morían descerebrados. Recuerdo que solo podía pensar en lo grandes que tienen los ojos las vacas, y en que a veces se ven melancólicos con esas enormes pestañas, caídas como las de los burros. Fue perturbador, sin embargo, todo aquello era parte de la aristotélica lección de que «la vida es así», de que a los animales los matamos para llevar el sustento a la casa, pues necesitamos sacrificarlos para vestirnos y alimentarnos… Cualquier día sin fecha, aquello se volvió normal en nuestras caras y platos. Y así crecimos.
Desde que cumplí treinta, vivo seriamente más preocupada por mi salud. Las razones podrían parecer obvias, pero me limitaré a citar una promesa rota que me hostiga desde entonces: dejaría de fumar antes de esta edad. Reflexionando por ahí mismo, también empecé a cuestionar con mayor severidad mi relación consumo-beneficio-nutrición; porque como dicen las tías, uno come mucha porquería, ¿sabe? Todavía son pocos los que piensan en que los embutidos, por ejemplo, elevan significativamente el riesgo de padecer cáncer y otras enfermedades crónicas, etcétera. Es una realidad inquietante, pero pasa desapercibida porque, aunque muchos conocemos las aberrantes implicaciones de una alimentación con base cárnica, continuamos este consumo malsano debido a n razones. En esto, aspectos como la cultura, la tradición, la presión de grupo, la oferta comercial y la publicidad misma transforman el cometido de una existencia respetuosa de la vida animal en un verdadero reto olímpico.
Como buena millenial, tengo dos gatos —profundamente amados— y no planeo fabricar más gente. Por mi parte, aquí se acaba la recocha de traer humanos que serán tanto víctimas como, principalmente, victimarios. Estoy en un serio problema, como sé que más de uno lo está en estos tiempos de replantearse la sostenibilidad del mundo con respecto a la vida consumista que llevamos. Porque, claro, he comido carne desde pequeña y hace un tiempito para acá, ya no la veo de la misma manera: ahora la veo con los ojos embrionarios y tristes de las vacas, y acaso un poco con la mirada indescifrable de mis gatos, con la de aquel perro adorado que tuve de niña, Lanceloth, o con el anillo dorado de la altiva cotorrita que en mi casa, a mediodía, solo comía a la mesa y exclusivamente de la cuchara de palo de mi papá.
Hace poco estuve acordándome del pollito verde y del supuesto sancocho que tanto disfruté con él adentro. Tuve que contar su historia, que es solo una. No todos los pollos tienen crónica propia, ya pudieran, pero nos los comemos antes de que puedan decir ni pío. Pero basta de chistes flojos, ya bastante tenemos conque todo lo demás esté fofo en nuestras vidas; nuestras conciencias, para empezar. No sé qué viene ahora, no sé si podré dejar de comer filetes o embutidos con solo pensar en la idea proustiana de que «los olores y los sabores quedan suspendidos largo tiempo —como almas— para hacernos recordar». No sé qué recuerdos me traerán los asados de aquí en más, no sé si me envolverá la bruma o si esta incomodidad creciente es mi nuevo puerto y de aquí zarpo ahora. Pero entre todas las promesas que no puedo hacer en este momento, pase lo que pase, solo aseguraré esta: juro no volver a pedir pollitos de colores en la feria.
M.ª Victoria Arnedo M.
Cartagena de Indias, 19 de septiembre, 2019