Todos los fines de año visitábamos a mi familia materna en San Sebastián, Magdalena, un pueblito a quince minutos de Mompox. Fracciones de mi niñez transcurrieron por aquellas calles arenosas, la misteriosa cercanía al río y las noches oscuras de diciembre, suavemente iluminadas por las frágiles lucecitas navideñas que adornaban terrazas y sendas.
Aquel río representaba la vida y la muerte: historias de apariciones monstruosas, el diablo, las brujas, los duendes y, asimismo, las de muchos hombres y mujeres que se fueron por él y nunca regresaron. Tal fue el caso de Libardo Martínez, uno de los hijos menores de Mama-Nola, mi abuela. Un día se fue a bañar en la orilla con otros niños, pero a diferencia de ellos, él no volvió. Desde entonces, en aquella casa no se mencionaba el río sin que a Mama-Nola le saltaran los nervios, pues su cauce quedó como aquel lugar maldito que se llevó consigo a Libardito, el niño que no pudo ver crecer y convertirse en hombre. Los años, a su vez, con sus círculos imparables, se llevaron lo más punzante de esa pena o, cuando menos, criaron en mis abuelos y en mis tíos las cicatrices propias de quien se resigna a la pérdida y al absurdo.
Bogotá D. C., 2015