«Entonces descubrimos que esa persona casi estaba tocándonos, y nos damos cuenta de que pasó muchas veces por nuestra vida sin ser notada; encontramos en los acontecimientos que nos cuentan una coincidencia y una afinidad reales con ciertos acontecimientos de nuestra propia existencia».
Alejandro Dumas, La dama de las camelias
Nació muerto. El ahogado más hermoso del mundo fue bautizado como Esteban, porque quienes lo recibieron, como un regalo del mar, se apesadumbraron de su grandeza sin nombre. Gabriel José de la Concordia García Márquez tiene el mismo encanto secreto de ese Esteban, su personaje, un difunto que al principio no era de nadie, pero que por su creciente autoridad, empeño y gallardía de espíritu empezó a ser de todos; con el devenir de las horas acabó por ser lamentado, en una honda tristeza, por cada habitante del remoto pueblo adonde fue arrastrado por la corriente marina. Acaso anticipó el escritor su propio funeral y lo describiera en ese breve cuento en el que ahora es fácil identificar su rostro: el Gabo desaparecido que provoca, aun sin conocerle personalmente en vida, que las mujeres de la aldea global le traigan cúmulos de flores y le lloren, mientras que muchos hombres, ilustres y anónimos, se duelan por su partida.
El fallecimiento de Gabriel García Márquez no fue del todo una sorpresa. El cliché reza que era la crónica mediática de una muerte que se anunciaba entre líneas por todas partes desde hacía varias semanas, pero el público, acostumbrado a la vida, a la prolífica obra y a los gestos agudos del escritor, no hizo menos que mostrar un conmovido recibimiento de la desaparición del que ha sido considerado el colombiano más célebre de la historia patria. Hasta este Jueves Santo le alcanzó el tiempo a una leyenda viva, un suplente de deidad creadora de realidades que se emanciparon del papel, pero que, gracias a su postura política y a su personalidad, tildada de arrogante, indiferente y evasiva, fue odiado por muchos a la vez que amado por otros.
Del amor
En las redes, la noticia de García Márquez empezaba apenas a circular y aún distaba quizás minuto y medio de ser viral o de convertirse en hashtag. Wikipedia aún no se actualizaba: así de temprana era la pérdida. Tras enterarme, me asomé desde mi cuarto al pasillo y dije en voz alta: «Se murió García Márquez». Mi hermana, quien me escuchó desde la entrada del baño, lanzó un suspiro angustiado y respondió muy asombrada mientras se acercaba a la pantalla del computador para informarse mejor: «¡Ay, no puede ser! ¡Mi viejito lindo!».
Morir es una cosa de vivos, pero esta vez la frase de mi hermanita me estremeció, no así tanto la misma desaparición del nobel como lo entrañable de aquella reacción. No cabe duda de que a ella, al igual que a muchos, la fatídica noticia le llegó al corazón como quien pierde a un amigo con el que se ha estado desde la infancia. Es así: cuando menos por instantes, la patria nos ha reunido a todos en un solo colombiano a quien de tanto mencionar su nombre convertimos en compadre, vecino, hermano y mejor amigo; de tanto repetirse en conversaciones, en titulares, en entrevistas, en historias, ese colombiano, el tal Gabito, se convirtió en familia y, tal como en el cuento en el que nace muerto Esteban, basta ahora mirarnos los unos a los otros para darnos cuenta de que alguien falta entre nosotros.
A pesar de este ontológico enlace, pocos fueron los amigos cercanos del escritor, pues su reserva mediática dejó entrever a un sujeto entre risueño y hermético, que siempre protegió su vida personal de forma estricta. La alta cualidad de estas contadas amistades, entre las que sobresalen otros escritores del boom latinoamericano como Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, da cuenta de un ilustre círculo social en el que García Márquez usó moverse de una capital a otra, entre apreciación y escritura de cine, largas tertulias intelectuales, memorables viajes en tren por Europa y animadas parrandas de música de acordeón en el Caribe. Una de esas letradas conversaciones fue inmortalizada en 1971 por la televisión nacional de Chile, en el programa Exclusividad Mundial, en la que queda manifiesta la estima que sintió por Gabo el nobel de literatura chileno, Pablo Neruda, otra de esas prestigiosas y unidas relaciones. Neruda, quien además de considerar Cien años de soledad como «la mayor revelación en lengua española desde el Don Quijote de Cervantes», expresa su admiración por el entonces futuro galardonado (once años más tarde) en una entrevista realizada en París, precisamente por el colombiano, dos días después de la condecoración del chileno con el máximo reconocimiento de la Academia Sueca: «He tenido cierta tendencia hacia la poesía épica, y he tenido siempre envidia de los novelistas que cuentan tantas cosas. Y si en algún escritor […] se reúne esa indagación o sumersión en la realidad viva, en la realidad mágica, uno de los novelistas que da el ejemplo en eso es Gabriel García Márquez».
Más adelante, en homenaje al ya laureado García, el mexicano Carlos Fuentes escribió que François Mitterrand, presidente de Francia a principios de los ochenta, una vez conoció a Gabriel García Márquez (por recomendación de Neruda), dijo de este que era «un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso». Pero si se trata de describir al escritor, Jaime García Márquez, el ingeniero, se encargó de resumir en sentidas palabras el cariño por su hermano: «Solo hay una forma de definir a Gabito: es el ser más generoso que he conocido».
Por lo demás, los asiduos lectores de Gabo tienden a dar felices referencias sobre su obra, sin embargo, dependiendo de su procedencia pueden ser más o menos contrariadas. «Los lectores de Cien años de soledad, y de todos mis libros en general, siempre me dicen: Mira, a mí me gustó tu libro porque Úrsula Iguarán se parece mucho a mi abuelita, porque Amaranta es igualita a una tía que yo tenía, porque el coronel Aureliano Buendía es igualito al papá de un amigo que…», expresó García Márquez en 1988, durante una entrevista realizada en Cuba por Holy Aylett y Sylvia Stevens. Esto lleva a pensar que los lectores latinoamericanos, no solo de Gabriel García sino de toda la literatura del sur de América creada después de la década de los sesenta ―es decir, a partir del boom―, de alguna manera pueden encontrarse reflejados en las páginas, mas no solo de manera documental sino también en un sentido sensible que evoca (y convoca) el pensamiento local, ideologías filosóficas y políticas, tradiciones continentales, nostalgias variopintas y la infaltable esperanza colectiva de una realidad desarrollada.
Esta literatura «de y para latinoamericanos», basada en el vivir cotidiano, crudo, ensuciado, pintoresco y alegre de la América sureña, es para muchos lectores europeos un compendio del absurdo, llana ficción irracional. De ahí, por ejemplo, que Cien años de soledad figure junto a obras como el Ulises de James Joyce entre los diez libros considerados imposibles de ser leídos completos por los italianos, según mostró una encuesta realizada en 2012 por el diario Corriere della Sera a través de Facebook y Twitter. Ahora, obligar a entender de tajo a un alemán que una escoba de cabeza ubicada detrás de la puerta ahuyenta visitantes no deseados, que un trozo de carbón funciona como desodorante en la nevera, o que la educación en nuestros países no es siempre un derecho fundamental, eso sí es ficción.
En la misma entrevista: «A la hora de que exista un cartesianismo, un rigor de pensamiento que no permite ningún vuelo, entonces hay una cantidad de cosas que se pasan por alto. Si un francés ve de verdad que una muchacha sube al cielo en cuerpo y alma, nunca se atreve a contarlo porque cree que van a creer que está loco. Seguro que no lo cuenta, porque es imposible, porque no cabe dentro de su realismo», lo que viene a ser la explicación del escritor sobre la resistencia que puede generar el realismo mágico, o acaso la realidad latinoamericana misma, en un europeo. No obstante, en Suecia queda la capital del Premio Nobel.
De los odios
El escritor de Aracataca también se hizo enemigo a veces. Nadie se salva de los detractores y menos este Gabriel, quien con su polemizada Cien años de soledad, en especial, generó en algunos compatriotas y extranjeros numerosas suspicacias, unas mejor disimuladas que otras. Tal es el caso del escritor paisa Fernando Vallejo, quien en varias cartas abiertas se dirige a su colega costeño con ironías, sarcasmos y críticas descarnadas: «¿De veras plagiaste a Balzac? ¿O eran elucubraciones sin fundamento de ese guatemalteco envidioso de Miguel Ángel Asturias? ¿Te acordás con la que salió ese güevón? Que dizque vos sacaste a tu coronel Aureliano Buendía del Baltazar Claës de La búsqueda del absoluto de Balzac […] ¡Cómo lo ibas a plagiar si tu coronel Aureliano Buendía no fabrica diamantes sino pescaditos de oro! […] Ustedes dos escriben como comadres chismosas, en prosa cocinera». Se trata de un ensayo titulado Un siglo de soledad que en 1998 Fernando Vallejo envió a la revista El Malpensante, y que no fue publicado porque en palabras del quisquilloso Andrés Hoyos Restrepo, por entonces director de la revista, «uno no ataca a un elefante con un cortaúñas».
En una edición reciente de El Espectador salió el mismo Hoyos en defensa del criterio de su revista aduciendo que la no publicación del ensayo de Vallejo se debió a su pretensión de demoler Cien años de soledad bajo la excusa de que ésta fue escrita en tercera persona, entre otras patrañas del paisa. Sorprende que en dicho ensayo el autor, que emprende una detallada crítica semántica de los primeros párrafos de la novela, solo haya percibido como anacrónica la frase «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Poco le faltó por denunciar de nuevo a García Márquez por plagiar esta vez al replanteado Wittgenstein, quien en su Tractatus Logico-Philosophicus ya había trazado una concepción atómica del lenguaje que proponía que a los nombres dentro de la proposición les correspondían determinados objetos de la realidad, y que estos últimos se relacionaban entre sí creando estados de cosas.
No es que no exista un muerto malo, pero sí resulta difícil casarse con los argumentos amañados de algunos críticos de manera que, con el respaldo de gran parte de los lectores mundiales, hemos de reconocer que el relatar omnisciente en tercera persona que al autor de La virgen de los sicarios le resulta tan chocante de la escritura garciamarquiana, es el mismo que posibilitó, no la creación de un universo de lo real maravilloso, sino la documentación literaria del mismo pues, secretamente en el Caribe, ya existía dicho universo mucho antes de la pluma del cronista del Magdalena. Total, para palmear algunas espaldas, el gigante Alfaguara decidió recopilar el jugoso veneno de Vallejo en sus Peroratas (Bogotá, 2013), publicación en la que figura este marginado texto del antioqueño, y otros.
Por esos mismos días de finales de los noventas, El Malpensante sí publicó otra arremetida de Vallejo contra García, supuestamente algo mejor planteado: Cursillo de orientación ideológica para García Márquez. En esta edición el paisa critica incisivamente el comportamiento político de su colega: «Si vos vas de palacio en palacio —del de Nariño al de Miraflores, del de Miraflores a Los Pinos, de Los Pinos a La Moncloa—, lo que estás haciendo es unirnos. Vos en el fondo no sos más que un sueño bolivariano. Gracias, Gabo, te las doy muy efusivas en nombre de este continente y muy en especial de Colombia». En este mismo Cursillo, el autor se centra de paso en contar un romance homosexual que sostuvo en Cuba con un mozalbete, y que debía pertenecer más a un relato erótico independiente que a unas recomendaciones filosófico-políticas, que en últimas de recomendaciones no tienen nada y quizás más bien todo de una provocación mal habida. Una vez más Vallejo se muestra investido de sentido del humor y armado con su temible cortaúñas.
Pero sin duda existen otras enemistades célebres de mejor tino que pueden ser citadas en la historia de amores y odios del Gabo, y entre estas Vallejo es solo una punta del iceberg nacional, quizás la más espectacular. Las tendencias políticas de otros escritores latinoamericanos, entre ellos varios Nobeles más de derechas e izquierdas, chocaron entre sí causando sinsabores memorables: La recordada sentencia que lanzó Octavio Paz en el encuentro de escritores El siglo XX: la experiencia de la libertad (1990) contra Gabriel García y Carlos Fuentes, calificándolos de ser «apologistas de tiranos», siempre rezumando desdén por la relación de García Márquez con Fidel Castro. O la feroz crítica pública que hizo Susan Sontag a Gabo en la Feria del Libro de Bogotá en el año 2003, por no pronunciarse ante las ejecuciones de tres acusados cubanos de robar un barco para entrar a Estados Unidos, lo cual, según Sontag, era no asumir su responsabilidad política ante la situación en Cuba.
A diferencia de las acusaciones hechas por Paz o por el escritor chileno Jorge Edwards (quien en el mismo encuentro de literatura tildó al Nobel de ser «un gran novelista, pero un mediocre político»), García Márquez únicamente le respondió a la ensayista estadounidense en una templada nota publicada en El Tiempo: «No podría calcular la cantidad de presos, de disidentes y de conspiradores que he ayudado, en absoluto silencio. En cuanto a la pena de muerte, no tengo nada que añadir a lo que he dicho en privado y en público desde que tengo memoria: estoy en contra de ella en cualquier lugar, motivo o circunstancia», siendo esta una de las contadas réplicas que espetó el escritor ante los ataques constantemente recibidos durante su carrera.
¿Quién olvida el famoso ojo amoratado de García Márquez —retratado por Rodrigo Moya Moreno, el fotógrafo parco de América Latina y amigo personal de la casa García-Barcha— causado por un certero derechazo de Vargas Llosa? Ese puñetazo que nunca fue públicamente aclarado por ninguna de las partes, bien pudo ser por disidencias políticas como por un pocillo roto en casa de Patricia de Vargas, aunque la versión que siempre ha tenido más fuerza es la de un lío de faldas que, según contó en Noticias Caracol el periodista Plinio Apuleyo Mendoza, reconocido amigo cercano de ambos genios, se desencadenó casi a espaldas de Gabo meses antes del penoso encuentro entre los dos escritores a las afueras del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, en el 76. La amistad entre Vargas Llosa y García Márquez nunca se recuperó, sin embargo el respeto intelectual y artístico mutuo se mantuvo hasta el final como por una cifrada tregua, y un día muerto el colombiano, el peruano se mostró afligido y vago ante la noticia, atinando a duras penas, según dijo El País, a reconocer a un gran escritor, destacar su prestigiosa obra y a enviar condolencias a la familia.
Los rechazos a la vida y obra de Gabriel García Márquez no son pocos. Entre esos destaca también aquello que hace cuarenta años dijo en la revista Tempo el director de cine italiano, Pier Paolo Pasolini ―ya lejos de las disputas políticas y amorosas―, que considerar Cien años de soledad como una obra maestra era un lugar común y un hecho absolutamente ridículo, «Márquez es sin duda un fascinante burlón, y tan cierto es ello que los tontos han caído todos». Pero en Colombia atacar a Gabriel García Márquez es casi tan delicado como buscar la hielera en el congelador de inmediato al salir de la sauna: puede que no suceda nada malo, pero también puede causar una terrible parálisis o cuando menos un intenso dolor de cabeza; o, también se puede ser demandado por el delito de hostigamiento ante la Corte Suprema de Justicia, que fue el caso de María Fernanda Cabal, la congresista electa del Centro Democrático que el Jueves Santo, día trágico para las artes (también falleció el espléndido músico puertorriqueño Cheo Feliciano), mandó al infierno a García Márquez por sus tendencias izquierdistas y por lo que ella considera el haber olvidado su compromiso social con el país. La conducta de la líder tuvo un agravante y fue que echó su maldición en pleno Twitter, lo que acarreó su propagación y rechazo inmediatos. Y lo dicho, ha quedado convertida en estatua de sal ante el país y el mundo, más por su impertinencia y su falta de tacto en momentos de dolor, que por su postura extrema en derecha dirección de la discriminación y el abuso a la moral que tanto critica ella misma.
Título: García Márquez
Con Gabriel García Márquez recordamos que todo trono de rey es solitario, que el poder, el éxito y la fama son compañeros ingratos, y que ante ellos lo más sabio es guardar silencio en «pacto honrado con la soledad», pero sobre todo que a fin de cuentas los amigos y los enemigos son ineludibles personajes que bailan y cantan en una misma juerga bulliciosa. En 1983, Fernando Cruz Kronfly escribió en su ensayo La soledad del Nobel que «de regreso de la gloria del éxito y de la fama, o en el centro de ella todavía, sabemos que García Márquez ha perdido como ser humano, aún contra su voluntad y contra su inmenso cariño por la vida y por sus amigos, cierta posibilidad de entablar relaciones sin intermediarios», lo que lo condujo, como a muchos célebres, a una irremediable clausura, apacible unas veces, inquisitorial otras.
Ante Gabo, los amores y los odios vinieron y se fueron, y vendrán más, sin duda, porque la obra del escritor nacional promete ser vigente en las nuevas generaciones. Dicha obra, compuesta por más de cuarenta libros publicados, solo puede reunirse bajo un único título: García Márquez, el patriarca de las letras españolas, el conocido hijo del telegrafista del pueblo, el ahogado más hermoso del mundo.
«Ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso».