El día que estaban instalando en la pared la mesita plegable que tengo aquí en la cocina, el carpintero más viejo estaba tratando de explicarme, con un difícil manejo del idioma, cómo funcionaba el mecanismo. Expresó entonces unas palabras sacadas de la hondura de una memoria larga y asentada; no fue tanto —no solo— la profundidad en aquella simpleza, como la forma grave en que las dijo mirándome: Todo es una cuestión de costumbre.
De súbito tuve la certeza de que me hablaba de cualquier cosa, menos de cómo se movían las patas de la mesa. Un vertiginoso repaso por los hilos de mi historia se desencadenó y, durante vastos microsegundos, me quedé detenida ante la complejidad ficticia de la escena. Yo que no soy novelesca. Esa frase del anciano carpintero la recuerdo a cada rato, le digo, como viéndomela en una película de Tornatore; por ser tan contundente como la filosofía del extinto Cacique de la Junta, o la del man de Clemencia que dice que al plátano no lo descansa nadie. ¡Evocación de la experiencia, pura sabiduría!