A pocas casas de la mía, una atardecida otrora, olas de gente cruzaron mi calle mal llevando a dos heridos: un hombre y una mujer que se habían dado machetazos entre sí. Divisé todo desde mi terraza alta, con un estoicismo inolvidable, acaso de lo pasmada que estaba; podía tener unos ocho años, qué sé yo.
Vi cómo entre varios hamacaban a la mujer para montarla en algún carro en la esquina. Se le habían salido los senos de la blusa. Iba casi desnuda y medio muerta. El hombre herido todavía podía caminar y acompañaba la macabra comparsa con ayuda. Yo pensaba que aquello era el fin del mundo, del que hablaban en la iglesia: el cielo oscureciéndose, la gente corriendo asustada y gritando, confusión, dolor. Esa tarde sobre mi palco cincelé en mi memoria cada imagen de aquel infierno ambulante, y todavía hoy me retumba esa sangre.
Dayro Andrés me preguntó que cuál es el escenario más aberrante del que tuviera memoria y salió esta historia, aunque cabrían muchas más.