Ella estaba en el borde la cama, acostada con los brazos juntos y los pies retorcidos por la inquietud. A sus espaldas estaba él. La luz de la habitación era blanca, pero izada a media asta, tenue. En la casa solo estaban ellos, siendo honestos, invadiendo de sinceridades la estancia, revolviendo añejos fantasmas que desde sus inicios los habían atormentado.
Ella alcanzó del tocador un espejo redondo y lo sostuvo en la mano. Allí se reflejaba su rostro y, más atrás, el de él: cansado, lleno de arrugas y con un gesto deprimido. Ella lo observaba con intermitencia, analizaba sus gestos, escuchaba sus palabras.
Vio entonces una cara incorrupta y regordeta, de por lo menos cinco o seis años. Tenía sus mismas cejas, su misma boca redonda y su mirada, ya no febril, sino inocente. Se sobrecogió reparando en la imagen de la pequeña criatura, pues detrás de ella había un hombre extraño que no hacía más que verla con ojos ansiosos, aunque resignados. Tuvo miedo.
No obstante, aquella niña de siempre vino a ella de forma calmada, sin alboroto, asegurando su sitio interno, clavando su bandera de territorialidad en aquella mirada de suricata. Aunque tuvo susto, aunque se sintió fuera de lugar, aunque se preguntó horrorizada por su papá, supo que era eso lo que había escogido. Ese hombre que estaba a su lado representaba todo lo que por años había esperado con impaciencia, equivocándose una y otra vez, siendo la chiquilla torpe y testaruda que trastocaban cada vez las equivocaciones y los malos amores.
Ese hombre amaba a la niña, a la mujer, y a la anciana que ya residía en ella. Solo entonces, llena de pánico pero decidida a encararse, retiró de sus frentes el espejo, lo colocó debajo de la almohada y volteó a tocar la mano amante.