Los músicos

Por casualidad me enteré de que hoy, 22 de noviembre, se celebra el Día Internacional del Músico. Entonces recordé la frase de Pater: «Todas las artes aspiran a la condición de la música, el único arte que no es otra cosa que forma». Yo que me descubro cada día atónita ante las artes, encuentro sensata esta afirmación. Si bien las técnicas tradicionales de creación artística, incluida la música, echan mano de instrumentos y herramientas que respaldan el genio y el trabajo del artífice, a diferencia de las otras, la música existe por sí misma.

En el camino de la idea de Schopenhauer, sobre que la música es «el único arte que podría existir aunque no hubiera mundo, porque es objetivación directa de la voluntad», es posible que ya ella estuviera mucho antes de la conformación del universo mismo, al menos como lo conocemos. Bello pensarlo imaginando a Dios como una melodía.

Así, pues, la música no necesita del hombre para procrearse y, por tanto, tampoco para ser recordada, asimilada o siquiera intuida. Simplemente está por encima de todo, de absolutamente todo. Por esa convicción, acaso muy personal, es que a mis amigos músicos —en particular a los que tienen talento— les admiro con la fuerza del enigma que ayuda a mantener mi vida en buen vilo. Son ellos deidades de tierra que interpretan en sus modestos rituales los intersticios secretos de la materia.

Lo sospecho: mediante la vibración, los más sensibles aspiran a la reencarnación perpetua. Avatares del poder y la voz de la naturaleza, traductores del misterio hondo de todo lo que es, los músicos no solo hermosean el mundo sino que nos ayudan a entenderlo en formas continuamente nuevas, nunca dejándonos iguales, siempre transformándonos el rictus y el alma.

Tanto misticismo y adoración no están injustificados. Es 22 de noviembre: invoco un inspirado Día del Músico para los dioses que correspondan.