Arriba, al lado de los astros, se ve lo pequeños que somos y lo importantes que nos hacemos al crear aviones y atravesar océanos sin tocarlos.
Entretanto, el ala casi toca la luna. El cielo quedó allá abajo y todo lo que resta es apenas un degradado de azul, amarillo, rosado y añil que, en su profundidad, deviene en unas lejanas manchas blancas, dispuestas casi en fila como cordilleras de agua suspendidas en lo que ya no parece ser tan alto.
Allá arriba la duración no existe, sin embargo, es lo único que cuenta para los viajantes. Pero es confuso, se está de noche y de día al mismo tiempo: así de diminutos somos. El cielo se divide visiblemente en dos momentos, aunque la luna se erige fuerte frente a los ojos, recibiendo y acompañando suave, pero con firmeza. De pronto solo queda entre el día y la noche un viso rosado intenso que separa lo último, lo poco que queda del tiempo. Esta vez ganará la oscuridad, mas reinarán sus estrellas.